El contradictorio proceso de globalización genera el debilitamiento de los Estados nacionales. No obstante, el conjunto denominado G-7 aparece consolidado, y en particular, Estados Unidos.
En los territorios del subdesarrollo, la decadencia de los Estados es tal que la globalización (benéfica en otros espacios) cuestiona la existencia misma de las economías, culturas, identidades nacionales y destinos étnicos.
En Ecuador, la parsimoniosa negación del Estado apenas está dada por factores de superación. Se impone por decadencia estatal, judicialización de la política, de la administración, la moral pública y la comercialización de quehaceres democráticos. Esta democracia simula la incorporación a la economía mundial al convertir a Ecuador en un insumo más del reordenamiento que impone la unipolaridad militar.
Hombres y mujeres perciben y comentan en voz baja sobre esta tumba que se abre sin regreso. El poder deambula, no aporta, no promete. se Se enriquece demencialmente y repleta su féretro de tesoros. La arbitrariedad concentra y usufructúa del trapiche del financiamiento bancario y la tributación que contrae sin esperanza la economía.
Un sector de los grandes medios de comunicación exhibe su interés como opinión pública, generalmente anticipación de decisiones estatales. La «situación nacional» se reduce a sus análisis, premisas de actos-de-fe-, sentencias condenatorias o liberatorias, según lo requieran. Ese sector del poder constituye una fuente de palabras, cuya tarea es materializarse en la cabeza de todos.
La administración y la comunicación colectivas se transforman en manicomio. La «opinión ciudadana» no corresponde a los ciudadanos. Resultan demenciales los perturbados estados de emergencia, los neuróticos consensos, la esquizofrénica ruptura de contactos con el mundo exterior en persecución de mayorías que sobran en todas las instancias estatales. A estos desequilibrios se añade la criminología que premedita y envanece a un sector periodístico.
La especulación fiduciaria, el chantaje administrativo, el uso de la función judicial, el atropello informativo, la máscara del «combate a la delincuencia», han logrado «conquistar» la complicidad de la élite social y descerebrado a la llamada sociedad civil. Una psicosis traslada y difunde el miedo en la sociedad. Se cultiva y crece la sumisión conformista. La tragedia oscila entre la abyecta sumisión y la muerte.
Síntomas de esta democracia son el asesinato de Jaime Hurtado González (para demostrar que aquí nada se puede demostrar), la satanización de Abdalá Bucaram Ortiz (para aumentar la legión de fantasmas protectores del poder tradicional), el sacrificio de Fernando Aspiazu Seminario, «el mayor pecador» de la banca (para absolver a los banqueros).
El Estado y la economía en Ecuador se destruyen por la decadencia del poder. Son inútiles las quejas y resultan históricamente estériles todas las decisiones gubernamentales, parlamentarias, judiciales y electorales.
El éxodo reciente de la población se realiza ante la impotencia del «pensamiento» dirigente, tragedia mayor.
Por añadidura, mientras América Latina observa la militarización de la región andina, Ecuador -uno de los centros de esa fatalidad- está de espaldas a su realidad y se miente a sí mismo institucional y colectivamente. Se diría que el poder quiere convertir al país en protectorado de la unipolaridad.
El poder ha perdido toda autoridad. El fraccionamiento y dispersión del Estado y el territorio ecuatorianos acechan. Apenas nos involucra una memoria contradictoria del pasado.
Sin embargo, fuera de las fuerzas y clases tradicionales brota una especie de inteligencia marginal. Aunque de bajísima audición, su comprensión se agiganta hacia la destrucción del «templo de esta democracia», prostíbulo de variadas farsas.
Acá también podríamos decir la oración de los gitanos: «Señor, líbranos de los muertos verticales (…), de aquellos que se mueven por inercia dentro de un engranaje viejo, Señor (…)».