Y se quedaron en el mar

Se llenó con los del barrio. El bus rodaba en la carretera traqueteando alegremente. No había bache que no hiciera estremecer de risa a los ocupantes. Era un día de diversión en la playa. Momentos de olvido y memoria para el sol, el mar y su horizonte.

Cada uno había puesto su cuota. El flete lo pagaban los viajeros. Se desplazaban a las playas más exclusivas de la provincia. Esta vez también iban los del barrio, sonoros y gritones.

Día de playa. Se juntan unos y otros. Los más, sin linaje, cargados de sudor reabsorbido en la misma piel, confunden su antigüedad en la arena.

El bus de la cooperativa Guangala disco 81 dejó atrás los poblados del camino. Se acercó al balneario.

«Estamos a cinco minutos de Salinas», aseguró alguien. Mientras, casi simultáneamente, un vigilante de la Comisión de Tránsito detuvo el tour y le ordenó desviarse a otro destino. No podía entrar a Salinas. No había espacio para esos buses, solo para carros particulares. Debía continuar. «Hay más playas al norte», afirmó el oficial.

Forcejearon poco. No se discute con quienes no necesitan argumentar. Adelante, el mar ofrecía su maravilloso choque contra rocas sumergidas, apenas visibles, donde revienta violenta y lentamente. Ahí sus aguas se arremolinan y exhiben simbólicamente sus potencias. A hurtadillas y tempestuosamente una ola enorme se levanta, estalla en la arena que contiene las huellas de su turbulencia, recoge lo que encuentra y lo interna en su seno para siempre.

Llegaron los del barrio, que no podían entrar en las estrechas playas de Salinas, donde cada vez caben menos.

Siguieron e ingresaron allá donde entra el mundo entero y corrieron hacia el agua. El mar era el mismo, el paisaje agreste, violento, parecido al martillo y al yunque del herrero, sin fuego y, sin embargo, encendido.

El mar, la playa y las rocas figuraban el principio de todas las cosas, las huellas de una antigua riqueza. Las olas se encumbraban, avanzaban o retrocedían, agitando ese gigantesco laboratorio de la existencia.

Los bañistas eran del barrio, se apodaban los unos a los otros, golpeabanse jugando, despertando las vendetas de playa, correteando, apostando a echarse al agua, a la ola que viene, a la que se va. Imaginando las amenazas que ellas traen, superándolas.

Entonces supieron que estaba prohibido bañarse en esa playa. «Grandes letreros -informó la prensa- advertían de la presencia de remolinos y resacas». Los turistas eran cientos, juntos superaban los temores anunciados. Además, allá habían sido guiados por la Comisión de Tránsito.

Llegaron a Punta Carnero para no sobrecargar las arenas blancas de Salinas. Estos viajeros eran duchos y podían soportar los caprichos de las olas y disfrutar la playa peligrosa.

A las pocas horas, los gritos de auxilio y las actitudes de angustia se reflejaron en los amigos del barrio. Algunos desaparecieron en las aguas. Los relatos fueron angustiosos. Y el final trágico nombró las víctimas Estefanía, Erick, Eduardo, Miguel y Tenorio.

Al atardecer, algunos tomaron asiento en el bus, mientras en la orilla otros miraban el mar, se empinaban sobre las piedras mas altas y clamaban los nombres de los que ya no estaban…

Al final de la jornada, en la Comisión de Tránsito solo quedaba la satisfacción por el deber cumplido. Se había distribuido mas equitativamente, sin contaminar, la asistencia de los turistas a las playas.


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