Hacia el autogolpe y la guerra

Ecuador ingresó hace dos décadas en el reino de la especulación. «Estrechar los cinturones» fue fórmula del monetarismo; la «flotación» o las «bandas cambiarias», su técnica; los ajustes, la virtud. Todo, de espaldas a la producción y la política social, pero «dentro de la ley».

El éxito del sector especulativo ha fraguado la derrota de la nación: la sucretización de la deuda privada, los sucesivos ajustes, el crecimiento irreversible de la deuda pública y su renegociación, los lucrativos controles monetarios, las micro y macro devaluaciones, la inflación sostenida. Y, veinte años más tarde, la quiebra del sistema bancario, el impuesto del 1%, el congelamiento de depósitos, la usurpación del ahorro nacional y el encubrimiento de su exportación por la AGD. Es la metástasis del mismo poder guarnecido en la dolarización especulativa e inflacionaria.

La economía ha girado alrededor de grandes prestamistas y de la estafa bancaria. Esta es una premisa de la paulatina destrucción de la moneda nacional que redujo la significación internacional del país y descompuso todas las esferas de la vida social.

La banca se ha ligado y ha estado siempre tras todos los partidos gobernantes. Principalmente se sintió representada en los manejos del PSC, la DP y sus satélites y un sector de la ID. La jerarquía eclesiástica contribuyó con el espectro irracional que impone a las masas una autoridad degradada, ajena a los momentos ascendentes del espíritu colectivo.

A la tradición del poder terrateniente y agroexportador -transformado a partir de 1972 por el petróleo- se añadió el débil antagonismo de posiciones izquierdistas al margen del curso de la historia universal de fines del XX.

El país ha transitado al abismo de la descomposición social. Los representantes principales del poder decadente siguen siendo los mismos. Un entorno lumpesco nutre a las jerarquías políticas, religiosas. Esta propensión ya no es solo de la pauperización marginal de los proletarios. El lumpen adorna cúpulas supremas, enriquecidas al margen del trabajo, colmadas de verdades axiomáticas, infectadas de temores y prejuicios. Es actor principal de un sector de grandes medios de comunicación colectiva, sus mejores productos contaminan de nociones inútiles, romanticismos intrascendentes, quejas vacuas y estériles, rinde culto a la impotencia social.

La delincuencia de los bajos fondos fue superada por la de las altas esferas. El individualismo decadente hizo de las suyas. Las familias y las mafias han repletado los espacios de la autoridad. Simulan el ejercicio del mando y la honorabilidad.

Ciertos programas de televisión completan la crónica roja revestida de una seudo criminología. Un periodismo de alcantarilla detenta la verdad o el heroísmo artificiales. Algunos programas de producción nacional corresponden al espectáculo del horror, la farsa, la superficialidad, donde se oculta la visión de las causas y consecuencias del poder que los auspicia. Disfrutan del impacto sanguinolento, balbucean la «anticorrupción», presumen estar dentro y por sobre los hechos. Buscan y engendran mentalidades configuradas tal como las requiere el poder: crédulas y desconfiadas, sumisas, insensibles, cobardes, aisladas y desorganizadas, hombres-masa.

La información misma se reduce a noticias ambiguas, interesadas, fabricantes de ignorancia adornada para la publicidad. El ejercicio de la libertad repta en la profusa difusión de lo insignificante, la demagogia, la falsa piedad, las ilusiones anestesiantes y todas las supersticiones posibles.

En este pantano imperan partidos sin patria, sin referencia nacional ni destino global, encerrados en sus guardias de choque, cajas fuertes, cuentas bancarias, comisiones de gestión y un lobby subdesarrollado.

Son 20 años fuera de la condición moral, inmersos en la hipocresía jurídica de un circo sin pan. Esta democracia familiar se la maneja a través de jueces (delincuencia o inocencia), cercados por los intereses del anciano poder. La arbitrariedad actúa frente a espíritus aquietados por la dominación.

Han logrado la alienación máxima. Así, mientras el 6 de febrero del 97 «no hubo golpe de Estado»; el 21 de enero de 2000, sí. En ambos casos, la constitucionalidad depende de los mismos «salvadores».Estados Unidos pierde coherencia frente a Ecuador. El Departamento del Tesoro no «opina» en la línea del Pentágono.

El Departamento de Estado no da paso a políticas de salida. Saben que algunos de sus «aliados» son traficantes de soberanías. Si dependiese solo del Departamento del Tesoro ya no habría gobierno ecuatoriano. Si se quedara solo el Pentágono ya se habría «terminado con el narcotráfico» y la paz regional.

La sociedad encajonada en clichés, echada a enfrentamientos inútiles, digiere sin masticar las quimeras que le dedican: la carta de intención, los préstamos que vendrán, el gradualismo y el shock. En este submundo el presente es semejante al pasado, inflación, deuda, estancamiento y descomunal desocupación.

Mañana habrá más represión, el autogolpe y la guerra. Esto es lo nuevo. Es la situación de una sociedad en cuyas entrañas se gestan potencias que aún mutan y se protegen en la derrota.