La obra continúa

El proceso electoral del 21 de mayo deja lecciones.

Denuncia la estrechez conceptual que suprimió -por temor a la inestabilidad- las elecciones parlamentarias de «medio tiempo» que podía modificar el rumbo del Estado.

Las candidaturas seccionales fueron desvinculadas de la presidencial para conservar los mismos intereses al margen de la crítica de la población.

El significado de los partidos políticos se reduce ante el aparato especulativo que candidatiza a varios contrincantes. La opinión ciudadana es reemplazada por la del poder.

El carácter epidérmico del control del gasto electoral no enfrenta los problemas de la ampliación de la democracia, reengendra prejuicios y deja en las sombras las demandas de libertad y acatamiento de la voluntad ciudadana.

Es evidente la necesidad de estatuir tribunales electorales integrados por jueces electorales, de igual manera que las Cortes de Justicia, y no por delegados de partidos políticos.

Las elecciones redefinen el fraude que no radica solamente en contar mal los votos, sino, además y sobre todo, en ocultar los intereses reales a elegirse.

La obligación de votar niega los significados del voto nulo, en blanco y de la abstención. Otorga validez solo al voto por las candidaturas presentadas. El votante debe poder pronunciarse contra todas ellas, en un casillero específico, con el fin de que se renueven las propuestas. Además, el derecho al voto debe reconocerse a la totalidad de la sociedad y ha de corresponder a militares y policías.

La libertad restringida impone la recurrencia a los mismos «mandatarios» recandidatizados pese a que la población no pide la continuación de lo mismo. Parecería que en cada elección se opta por el suicidio. El elector no tiene voz. La opinión pública no existe. La invocación al pueblo es disfraz de las disputas internas del poder.

En Europa fue un supuesto que todos los pueblos de la UE se pronunciaran respecto del euro. En Ecuador no se considera consultar sobre la dolarización. Ni siquiera el Congreso lo hizo constituido en su integridad. Bastó la aplanadora. Así se ha minimizado la democracia, al extremo que la población piensa que es un estado natural la opresión y el desconocimiento de sus demandas.

Poner los intereses de la nación en el escenario electoral exige cambios radicales. Por supuesto, hay candidatos que representan esos intereses, pero participan exclusivamente de «la calle» donde no se elige. La elección compete principalmente a las altas tribunas de la «comunicación colectiva».

De la rebelión del 21 de enero no queda nada en las urnas. Enero se dio en las calles, fuera de lo electoral, sirvió para cambiar de presidente. Entonces, el poder tradicional exhibió su pavor al oír hablar en quechua desde Carondelet. Felizmente nada cambió.

La ausencia de respeto estatal a la voluntad ciudadana y a los deseos e intereses nacionales está generando violencia, que no puede contrarrestarse desde el ejército cantonal o provincial que cada alcalde o prefecto pretende organizar para combatir «el mal» en su jurisdicción.

La ficción de juridicidad y libertad electoral para ocultar la arbitrariedad están vigentes.

El círculo vicioso continúa. No se advierte que el Estado se derrumba, que el aparato administrativo está podrido. Mientras, la sociedad entera contempla al poder que lesiona la existencia de la nación.

Se podría convocar a una Constituyente para sentar las bases de un Estado de derecho. Desgraciadamente, esa posibilidad fue agotada. La democracia ecuatoriana es una de las mas turbias del continente y su régimen jurídico es un exitoso simulacro.

Ecuador requiere la reconstrucción de su Estado. Todo cuestiona a esta insignificante «democracia».