Es la afirmación de pueblos que así decantan su experiencia, al margen de la voluntad, la conciencia y el arbitrio.
Algo de ello resigna o reclama la crisis mas honda de la historia de Ecuador, en este comienzo del siglo XXI.
La crisis se abismó en la circulación especulativa. El derrumbe del sistema político se expresó en el predominio de mafias apropiadas de la senescencia del Estado, en medios de divulgación de prejuicios, fábricas de «justicia» y de actos de fe que descerebran masivamente a la población.
Ecuador sale paulatinamente por la dolarización, la base de Manta, la venta de su política, sin saber hacia dónde.
Se destruyen viejas relaciones. La misma estructura del poder, que estalla en tragedia, no permanecerá a pesar de los enriquecimientos individuales. Va imponiéndose otro reordenamiento económico y de sus representaciones.
Los referentes y envejecidas concepciones se desvanecen, también la significación ilusoria de las clases y los sueños de los asalariados y sus movimientos reivindicativos. Las capas medias pierden peso, el sistema cooperativo es menos viable que nunca, la industria «nacional» simplemente no alcanzó a ser. A los de abajo los controla la «mala suerte», el «truquito» y «la voluntad de Dios»; a los del medio, la queja inútil. La mayor parte de la intelectualidad es pasto fácil de pre-juicios y adhiere a ideas que la historia petrificó.
Se desconocen (por qué no si durante más de 500 años se lo hizo) los conflictos en las relaciones interétnicas. Sus asociaciones se defienden imitando a partidos políticos, sabiendo que el etnocentrismo no ha sido viable en la historia.
La marginalidad lumpezca integra todas las clases, la miseria alcanza el 80% de la población.
En Ecuador las viejas relaciones políticas no pueden transitar más y se expande el ruido de la incipiente aparición de nuevos vínculos de poder. Estas democracias tienen algo de gansteril, mucho de abyecta sumisión internacional, abundante moral simulada y «el diluvio después de mí» como guía. Todo esto caracteriza la transición.
El culto a la organización privada disfraza el desmoronamiento del viejo régimen, no es una opción ni una salida del estancamiento de siglos en el subdesarrollo.
Se atisba la posibilidad de que estas tierras «disfruten» del paso de empresas transnacionales. Sujetos emergentes que llegan, compran un sector del poder y se van.
En la circulación monetaria, el decrecimiento de operaciones especulativas preludia la ruina del viejo poder bancario y financiero. Este desmoronamiento arrastra también a su representación y, con esto decae la atrasada ética de la vieja economía.
La moral del desarrollo permanece en germen oculta en un océano de moralina, especie de moral sin política que constituye el mayor éxito del poder frente a la población reducida a la queja impotente.
Fenecen por involución, las concepciones nacionalistas del liberalismo, el socialismo y todas las que se invocaban a partir del Estado y la nación. La religiosidad se recrea como instrumento de control para bien del viejo y nuevo poder.
El Estado ecuatoriano paulatinamente se ausenta de la economía y de las decisiones políticas. Queda para cumplir las órdenes de guerra, el autoengaño para envilecer el espíritu colectivo con el tóxico del enemigo que la circunstancia requiera.
El «Estado y sus funciones» son solo la cáscara de esta mutación.
El gobierno «rompe» con la «antigua» soberanía en nombre de lo «moderno» que aún no existe. La nación se disuelve en la nada y el Estado se resquebraja entre grupos de interés y de ocasión -ocultos o abiertos-que lo devoran.
La metamorfosis convierte la difunta guerra fría en belicosidad andina, antinarcótica. En Ecuador el poder cree estar consagrado a este «bien».
Del instinto, los pueblos extrajeron otra certeza: al fin, la muerte resuelve todos los problemas.