En Perú, al fin volvió a triunfar la “democracia”.
La caída de Fujimori, precedida de la destrucción de su principal sostén interno Vladimiro Montesinos -quien posiblemente no hable nunca más para bien de la misma democracia-, lo demuestra.
A lo sucedido en Perú, se añaden supuestos extraños.
Montesinos era otro Noriega.
Noriegas o Montesinos y sus variantes, como jefes de Estado, ministros, asesores, generales de ejércitos o policiales si se marginan de ciertos designios se convierten en reos de enriquecimiento ilícito, narcotráfico; propietarios de cuentas corrientes en Suiza. Son fuente y expresión individual de la corrupción sin cuya presencia podría reinar la democracia y perfeccionarse.
Cada vez que se destituye a uno de estos tóxicos del quehacer interamericano, como dice la OEA, el pueblo sale a la calle abrumado por el número de zapatos, trajes, relojes, televisores, que consumía el malvado, a lo que se añaden los kilos de cocaína que traficaba siempre.
Nunca antes se descubre nada. Todo en su momento.
Fujimori y Montesinos –forjadores de la “paz” con Ecuador más que con Chile- se agotaron en esa empresa y aún más en las que murieron y desaparecieron decenas y millares de seres humanos. No podían codirigir una potencial fuerza multinacional.
Para Fujimori, su desgaste interno constituyó su invalidez para representar cualquier movimiento que reclame confianza internacional.
La precipitación del Plan Colombia precipitó su caída.
La reflexión de la experiencia dice que a Fujimori no lo votó el Congreso ni Montesinos ni Toledo, ni el destape de los sobornos ni todos los espías que auscultaron sus cuentas, ni las almas de los desaparecidos ni las de los aparecidos. Estos enredos del tiempo decadente están destinados a alimentar a la intelectualidad subdesarrollada y a la conducción militar que se engendra en los Andes.
América Latina mira estupefacta y dice como Vallejo: “y de tanto pensar, no tengo boca”.