Mafias, diálogos y silencio

Cuando la distancia ya era demasiada, los grupos rivales se inclinaron por el discurso. Pero las palabras a destiempo no forman puentes. Los abismos estaban hechos de tiempos perdidos.

Una muestra minúscula de esos recurrentes momentos de la historia se ofreció a fines del primer tercio del siglo XX. Las mafias agotaron su potencial de conquista, se habían expuesto a la luz, perdida la capacidad de mantenerse encubiertas por sí mismas.

Les quedaba solo un recurso para dar fin a envejecidas contiendas, gestar un nivel jerárquico que ordenara sus disputas. Sabían, sin decirlo, que aquello significaba la satisfacción práctica de ambiciones que, hasta entonces, se resolvían en matanzas mutuas, ejecuciones, condenas, emboscadas. Todo en el encubrimiento.

Así, se inició ese curso con el llamado a diálogos entre jefes, capos, mandatarios, dirigentes espirituales, políticos inofensivos, cándidos y empresarios involucrados.

Convocaron a jueces, policías y frailes. Exceptuaron a los antros de la prostitución y el alcohol, objetos de repudio del espíritu mafioso.

La interlocución se realizó en medio de reconocimientos recíprocos. Las palabras dichas conformaban el velo de cada propósito: las ganancias irrevocables, los cobros ineludibles y los pagos morales.

Cada entrevista entre mafiosos y desarmados era estéril, pero creaba ilusiones, podía fundir la quimera y el oro. La buena conducta era el supuesto de toda conversación.

Al salir de los coloquios, unos y otros se encontraban a su vez con los responsables de distribuir las ilusiones forjadas.

Sin embargo, tras semejante bullicio permaneció el silencio. Silencio que, como decían los latinos, se asemeja a la confesión.

Todo diálogo vaciado del interés real se convierte en silencio.

Jamás pusieron en cuestión sus desbordamientos innegables, solo el arte de asumir el bien y aislar las tentaciones del mal. Se mostraban predispuestos a cargar la cruz.

Esas deliberaciones han tenido lugar muchas veces en el mundo.

Los tiempos han impuesto sus mutaciones.

A la palabra se le ha atribuido pertenencia divina o demoníaca.

Todas las lecturas enseñan que la palabra de la decadencia no libera a sus actores por mucho que hablen o callen, por muy contentos que estén de ser inocentes y buenos según su ley.


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