Sin remordimiento

Según el despacho de AFP, “Timothy McVeigh, autor del atentado de Oklahoma City en 1995, fue ejecutado ayer por inyección letal. El condenado se mantuvo en una actitud que desafió a una sociedad estadounidense herida por su odio destructor”. AP añade, “fue ejecutado por el mismo gobierno que despreciaba”.

La ejecución de un individuo ante la mirada de su colectividad reafirma (o cuestiona) el orden establecido.

La Inquisición en América y Europa al igual que los suplicios religiosos y políticos en todo el mundo contribuyeron a esculpir la aceptación de la pena de muerte.

La muerte fue y es tributo a la divinidad y la justicia. Ofrece los matices de ideas predominantes que brotan y se van sustituidas por otras semejantes que conforman pasiones de la legislación penal.

La muerte posee significados múltiples. Antaño, los homicidios de la antropofagia otorgaban continuidad a la especie al devorarse a sí misma. Las matanzas bélicas pretendieron y aún pretenden destruir la fuerza del adversario, llegando a amenazar a la especie.

Frente al homicidio el ser humano exhibe el instinto y, a veces, lo reviste de bondad para reconocer en él una condición sine quo non de algún propósito loable.

Cuando los crímenes repletan de inseguridad al colectivo, “éste” se estructura para matar criminales natos o en ciernes. Es la transfiguración de la tradicional defensa propia.

La literatura ha abierto ventanas hacia la psiquis en dramas matricidas, parricidas, filicidas. Masivos infanticidios fueron escenarios de los dioses para sus criaturas. La Historia misma no habría envejecido al margen de regicidios y magnicidios que la periodizan y la parten.

Hoy la TV es el espacio mayor de atentados, delitos y muertes violentas. Un solo día de TV mundial contiene mas sangre virtual que el más cruento siglo. La crónica roja “enriquece”: entrega culpables, orienta la vendetta, anestesia, se subordina al morbo y la dominación. La obcecación por o contra el crimen posee mas efectos destructivos que las armas, porque en nombre del bien, además, usa religiones, técnicas y ciencia.

Es época de conversiones. Un día, el genocidio fue galardonado por heroico y otro, fue condenado por criminal.

La agencia AP informa que “el abogado de McVeigh, Robert Nigh, recordó que el gobierno no solo ejecutó al dinamitero de Oklahoma City, sino también a un veterano condecorado de la guerra del Golfo Pérsico”.

Esta ejecución plantea ineludibles interrogantes sobre los vínculos entre el genocidio en el Golfo y en Oklahoma. En su cúpula, la sociedad aparece predispuesta “a la promoción del crimen” y a los “horrores de la sombra”. Pero, ¡ay! de aquel que sea sorprendido, porque de inmediato es entregado a la digestión de la hipnosis colectiva.

Un crimen, como cualquier cosa, envejece; requiere renovarse para nutrir y extirpar la memoria. Un crimen oculto satisface a pocos, una ejecución en nombre de todos es la “justicia”.

Los rostros de la moneda, pecador-santo, cambian por los del héroe-homicida. La moneda es la misma y está mas allá de la razón, radica en el inconsciente colectivo y su trama. Atraviesa todas las épocas, tiene el rango de lo sagrado, puede adquirirlo todo y emerge como inevitable terrorismo multifacético.

McVeigh se mantuvo desafiante –dice la prensa- y enfrentó su muerte sin expresar arrepentimiento.

“Murió con los ojos abiertos…”.


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