Un ataque al cerebro de la superpotencia produjo horas de pánico: Wall Street y el Pentágono fueron objeto de atentados.
Inconmensurable sorpresa. Vulnerabilidad. Aviones convertidos en bombas destruían las Torres Gemelas del World Trade Center, y uno penetró hasta el Pentágono -el edificio mas custodiado del mundo-, de cuyas alas, una se desplomó. Las comunicaciones en Estados Unidos se perturbaron, las Bolsas de Valores cerraron, el mayor centro de negocios se conmovió ante lo inesperado.
Las pesadillas sobre el terrorismo internacional constataron la locura terrorista en toda su crueldad.
Las oficinas del Gobierno Federal fueron evacuadas. La Casa Blanca quedó vacía. Se puso en situación de máxima alerta a la OTAN en Europa y el Golfo Pérsico, se alarmó al conjunto de militares y fuerzas de seguridad. Se pidió a los norteamericanos en el exterior bajar su perfil y no llamar la atención sobre ellos.
Se puso en marcha la búsqueda de culpables.
Se vivificó la memoria del ataque a Pearl Harbor y de la explosión en Oklahoma. Y esta vez se incorporó la disposición suicida de “afectados globales” por intereses norteamericanos.
Una frase estremeció al mundo, “algo del Pentágono se ha derrumbado”.
Algunas oraciones religiosas advirtieron que era tiempo de Apocalipsis.
El mundo entero ha sido puesto bajo sospecha.
Nadie duda que las fuerzas norteamericanas puedan “perseguir y cazar” a cualquier extraño individual o colectivamente señalado. Lo grave es que ahora, tras cualquier reino de terror, se esconde una complejísima causalidad ya manifiesta en otros momentos y que involucra aspectos de la política e integrantes de las propias fuerzas norteamericanas.
Esta vez, habría que hacer algo más que culpar.
La complejidad causal exige pensar que a más de las armas y, por sobre ellas, la mayor protección de un Estado radica en la política que conserve la salud de sus súbditos, gestores y ejecutores. El mal no está únicamente fuera de Estados Unidos también está dentro. Al parecer, dada la eficacia y la violación de exigentes normas de seguridad, el ataque podría implicar a sus propios guardianes.
Estados Unidos debe protegerse de sí mismo.
No basta la idea de un escudo antimisil para defenderse de extraterrestres, donde los norteamericanos y sus aliados serían terrícolas, y el resto invasores.
La comunidad internacional ha de crear condiciones para suprimir armas mas terroríficas que los aviones-bomba o atómicas, las bacteriológicas, químicas y biológicas que pueden portarse en un puño y soltarse en cualquier continente.
La seguridad verdadera optará por la política que proteja a la humanidad y su entorno. No por la victoriosa destrucción de una frente a otra, por sospechas o disuasiones enclaustradas entre la mira y el gatillo.
No solo Estados Unidos está “bajo ataque”. La especie está amenazada por la irreflexión, por fuerzas que gestan, contienen y desatan el suicidio.
Después del 11 de septiembre de 2001, la Historia podría volver al principio, lenta, irreductible, peligrosamente.
Y en el principio sería otra vez el caos.