La guerra es aún lo más notable de la historia humana. Ha sido invocada para todos los quehaceres de nuestra especie y repudiada en esas mismas ocupaciones.
“Los imperios no tienen ningún interés en operar dentro de un sistema internacional; aspiran a ser ellos el sistema internacional”. (Henry Kissinger, La Diplomacia)
La tortura es práctica que atraviesa la Historia.
La experiencia política se ha resumido de diversas formas. Sin embargo, con rigurosa coincidencia esencial, se reconoce en la constatación de que la partera de la Historia es la violencia.
Roma fue ciudad e imperio sin errores. Los imperios no yerran. Sus designios encumbran enigmas.
En el siglo XXI volvió a cambiar la función de la guerra y la paz. Mutó en la declinación de soberanías y economías subdesarrolladas, en el trastorno de la hegemonía de las potencias, en la unipolar militarización que escolta la globalización.
Criticar una representación política es señalar sus determinaciones. Cuando la autoridad expresa directamente al poder, la crítica debe ubicar los intereses que constituyen las decisiones del gobierno.
Cuando el Emperador nombró a su caballo, Incitato, Senador, un delirio de aprobación recorrió la Asamblea de patricios. El frenesí de alabanzas al divino Calígula intimidó siglos y aún suele entusiasmar parlamentos.
Factor fundamental de la historia de un pueblo es la percepción de sus intereses y limitaciones.
La adaptación bélica de organismos vivos para guerras previsibles creó y desarrolló armas biológicas, formas de bio-destrucción. Hito en la historia de la guerra que redescubre, independientemente de escudos y tecnologías, la vulnerabilidad humana.