Ecuador transita lo que ya transitó. Reedita la voracidad del último período. Subsiste la peor tradición del poder y todo el poder de esa tradición.
El poder tradicional renuncia a la soberanía paulatina e irreversiblemente, se entregó la significación internacional del país, las decisiones fundamentales sobre su territorio, la capacidad resolutiva respecto de fuerzas extranjeras en su seno, y hoy se despoja desesperadamente de la autoridad monetaria.
En la confusión del 21 y 22 de enero del 2000 se mezclan utopías, ingenuidades, estratagemas, traiciones y la sucesión en la representación política. Un relámpago partió las certezas.
La mención de la dolarización, no premeditada decisión económica sino argucia política, generó distensión. El gobierno ganó tiempo y sentó otras bases para sus alianzas destinadas al mismo esquema de poder, aunque posiblemente con representantes frescos.
La mayoría de jefes de Estado han personificado inevitablemente fuerzas económicas, terratenientes, exportadores y, en momentos, el equilibrio entre estas potencias sociales y otros grupos económicos que se articularon circunstancialmente en la historia del país. Pocos presidentes pueden ser definidos como representantes de los ecuatorianos.
El fin del poder especulativo en Ecuador se manifiesta con el derrumbe de la banca y su representación política. Sus mitos y obsesiones colapsan. Tampoco se formulan ideas que anticipen el futuro inmediato ni son visibles sus líderes. Las actuales formas de organización social del poder y el Estado se han agotado.
La edad media europea enseñó que nada es mas eficiente para suprimir la reflexión política que reducir la política a una seudo moral, forma perfecta de la queja estéril. Las nociones «anticorruptas» han sido barrotes para las masas.
El contradictorio proceso de globalización genera el debilitamiento de los Estados nacionales. No obstante, el conjunto denominado G-7 aparece consolidado, y en particular, Estados Unidos.
Un día se censurará a la AGD, antifaz nuevo del anciano régimen, creada para impedir la debacle del poder especulativo.
«Allí donde un sastre remendaría su tela, donde un calculista hábil corregiría sus errores, donde el artista retocaría su obra maestra todavía imperfecta, la naturaleza prefiere volver a empezar desde la arcilla, desde el caos, y ese derecho es lo que llamamos orden de las cosas» (M. Yourcenar).